La Inquisición
estaba procediendo alfabéticamente
Robert Anton Wilson
(Fragmento
de The Earth Will Shake: Volume One of the Historical Illuminatus Chronicles)
Traducción: Mazzu
Un día de 1760, todos los chicos de Eton fueron excusados de sus clases
y llevados a la capilla. Los maestros tenían aspecto severo, y todo el mundo
supo que algo no andaba bien.
El capellán, el Padre Fenwick, había sido papista - todo el mundo lo
sabía -, pero había sido un buen anglicano por más de veinte años hasta la
fecha, y todos los antiguos rumores de sus vínculos con los complots jacobinos
habían sido desacreditados. Tenía alrededor de cincuenta años, y era estimado
por los chicos - lo consideraban un clérigo alegre y amable, no del espécimen
opresivo y rígido. Pero hoy se veía como una tormenta de truenos y relámpagos
cuando subió al púlpito.
Algunos de los chicos han estado robando vino de la sacristía otra vez,
pensó John.
“Hoy debo hablar sobre un tema muy, muy terrible” dijo el Padre Fenwick
en un tono que sugería como mínimo que la profanación de tumbas y la magia
negra estaban implicadas, por no decir el asesinato a hachazos. “Le rogaría a
Dios que no permitiese que mis labios articularan palabras tan viles, pero esta
vez es necesario pronunciarlas. Hay muchas clases de pecados, pero algunos son
tan espantosos que su sola mención le hace sentir nauseas a la gente sensible. Hay
un pecado en particular que es conocido por aparecer a menudo en escuelas como
ésta, donde muchos jóvenes conviven en cercanía durante períodos largos. Hablo
de la abominación que está en contra tanto de la Naturaleza como de las
Escrituras. Todos vosotros conocéis la historia de Sodoma y Gomorra…”.
Oh, Jesús, pensó John. Ellos lo
saben. Tal vez deba dispararme con una pistola ni bien salga de aquí.
El Padre Fenwick habló extensamente sobre el pecado de la sodomía. Dijo
que Dios había destruido con fuego y azufre a la ciudad de Sodoma porque aquél
pecado era aborrecible para Él. Que ese vicio era tan vil que ni siquiera era
mencionado por los caballeros, a pesar de que hiciesen bromas sobre otros
pecados carnales. Dijo que al principio las autoridades de Eton no quisieron
creer que hubiera un nido de monstruos en su escuela, pero que hubo tantos
rumores que comenzaron a investigar. Dijo que habían descubierto a dieciocho
practicantes de aquel repugnante vicio.
Dios mío, pensó John, ¿Quiénes son los otros dieciséis?
El Padre Fenwick explicó que si los culpables acudían a él y se
confesaban, podrían recibir la absolución; pero que debían jurar ante Dios que abandonarían
su vicio ignominioso, o la absolución sería un engaño hacia el Señor y
magnificarían sus culpas. Y de ahora en adelante todos seremos vigilados, pensó
John; seremos perseguidos como si viviésemos en las tierras de la inquisición.
Se preguntó si aquello no sería una treta. Supongamos que su nombre no estaba
en la lista. Al confesarse estaría asomando la cabeza sin ningún tipo de razón.
Pero si su nombre estaba en la lista
y él no confesaba…
“De esos dieciocho, aquellos que no vengan a mí para confesarse en
privado serán considerados como porfiados en su pecado” dijo el Padre Fenwick.
“La escuela no tendrá otra elección. Dichos jóvenes serán expulsados, y sus
padres serán informados de la razón de su exclusión”.
Supongamos que Geoffrey no confiesa, pensó John; si yo confieso deberé
nombrarlo - ellos insistirán en eso -, y él será enviado a su hogar
nefastamente.
Pero supongamos: yo no confieso y Geoffrey si; entonces yo sería el que
volvería a casa de manera infame.
El Padre Fenwick siguió hablando y hablando. John se dio cuenta de que
todo aquello había sido ensayado y tramado, como una conspiración napolitana.
La reprimenda seguiría un largo rato, tortuosa, repetitiva e incoherente como
los desvaríos de un anciano, y esa monotonía provocaría aprensión en los
culpables. Ninguno de los chicos podría abandonar la capilla hasta que se
consiguiera el efecto emocional planeado.
Ya han hecho esto con anterioridad, pensó. Tal vez lo hacen cada seis o
diez años; lo han convertido en una ciencia.
Comenzó a analizar la situación. Probablemente van a mantenernos
separados de alguna forma para que no podamos hablar, pensó. Si dos de nosotros
prometemos no traicionarnos, el sistema falla. Depende enteramente de que cada
uno no pueda estar seguro de que el otro no lo delatará primero.
No se atrevió a mirar alrededor buscando la mirada de Geoffrey.
Probablemente ellos estuvieran
observándonos como halcones para ver cuales chicos estaban mirando a otros.
El Padre Fenwick continuó hablando sobre los efectos aterradores del
vicio. Habló del afeminamiento, de la debilidad mental, de la locura y de
enfermedades incurables. Dijo que los practicantes rara vez sobrevivían hasta
la adultez, a menos que renunciaran al pecado. “Les tiemblan las manos,” dijo gravemente,
“comienzan a perder la vista. No pueden concentrarse en sus estudios…”.
¿Cuánto puedo confiar en Geoffrey? Él dijo que me amaba, pero…
Súbitamente, la charla concluyó.
“Ahora iré a la rectoría” dijo el Padre Fenwick. “Se os dejará salir de
la capilla de a uno, en intervalos de cinco minutos. Cada uno de vosotros
vendréis a mí y me diréis que no tenéis nada que confesar, o haréis vuestras
confesiones y rezaremos juntos para que Dios os perdone y os dé la fuerza para
resistir a este pecado bestial en el futuro”.
El sacerdote dejó el púlpito.
“Ainsley Minor” gritó el Sr. Murdstone.
Santo Dios, pensó John, van por orden alfabético, por supuesto. Yo iré
pronto; y Geoffrey Wildeblood tendrá una larga, larga espera preguntándose si
yo lo entregué o no.
Pareció una eternidad hasta que Murdstone lo llamó “Babcock Major”.
John cruzó el patio muy consciente de que los castaños habían florecido
bellamente, muy consciente de que el azul del cielo era el mismo que el de los
ojos de Geoffrey (“ojos que se remontan al paraíso” dicen los dublineses), muy
consciente de que estaba por tomar la decisión más difícil de su joven vida.
En un momento de desesperación total, pensó: no importa si no lo
confieso de entrada. Él lo verá en mis ojos. Me mantendrá allí, interrogándome
hasta que confiese.
Abrió la puerta de la rectoría.
El Padre Fenwick estaba sentado detrás de su escritorio. Lo miró
secamente. “¿Y bien, Babcock Major?”.
“No tengo nada que confesar, señor”.
Pausa. Una larga mirada inquisitiva de aquellos ojos oscuros.
“¿Está seguro, Babock Major?”.
“¡Si, señor!” viejo cerdo.
Otra pausa. Para que yo sude un poco.
“Puede retirarse, Babcock Major”.
“Gracias, señor”.
John cruzó nuevamente el patio dirigiéndose a su habitación. Nunca creí
que pudiera mentirle a un adulto y salirme con la mía, pensó. Pude hacerlo
porque recordé los azotes y me di cuenta de lo que ellos son.
Esto no es solamente una escuela. Esta es una institución para la
producción de autómatas. Es manejada por autómatas, que fueron producidos por
otros autómatas hace mucho tiempo, y que ahora han olvidado lo que es ser
humano y están empeñados en hacernos autómatas a nosotros.
Recordó la historia que había leído en los periódicos de Londres hacía
un par de meses atrás. Había sido escrita en lenguaje velado, pero todo el
mundo sabía a qué se refería, y muchos chicos mayores habían hecho bromas sobre
ello. Se había descubierto un burdel que se especializaba en azotar a los
hombres. Por supuesto, pensó: a algunos de los autómatas les terminaron
gustando los azotes. Y a algunos de ellos les empieza a gustar proporcionarlos,
y vienen aquí y se convierten en maestros o directores. Cuando las cosas marchan
ya de esta manera y un niño es azotado, nadie se atreve a cuestionar si es
justo o no, porque venimos aquí a convertirnos en autómatas y los autómatas no
hacen preguntas. Se mueven como los engranajes mandan.
Estaba de vuelta en su habitación, a solas. Henson Minor y Montgomery
Minor, con quienes compartía la habitación, no estarían de vuelta por un
tiempo, ya que la Inquisición estaba procediendo en orden alfabético.
No, no eran exactamente autómatas, pero que no sabían lo que estaban
haciendo. Le bajan los pantalones a un niño. Se quedan mirándole las nalgas. Lo
azotan hasta que le sangran las nalgas. Y creen que esto es algo virtuoso,
porque se hace en una escuela, y se convierte en vicio sólo si se hace en un
lugar con una farola roja colgada sobre la puerta.
¿Cuánto tiempo pasaría antes de saber si Geoffrey había confesado?
John trató de distraerse. Abrió un libro de su escritor favorito, el
hombre cuya lápida hablaba con feroz indignación. Se encontró leyendo una y
otra vez, sin divertirse en absoluto:
La semana pasada vi desollar a una mujer, y será
difícil creer hasta qué punto empeoró su aspecto. Ayer mandé a desnudar en mi presencia
el cadáver de un petimetre, y cuando quedamos pasmados viendo tantos defectos
insospechados bajo aquel traje, hice que le dejaran el cerebro, el corazón y el
bazo al descubierto; pero percibí claramente, en cada operación, que a medida
que procedíamos, encontrábamos que los defectos aumentaban en número y volumen;
de todo lo cual, formé con justicia esta conclusión: que todo filósofo o
proyectista capaz de descubrir la manera de soldar y arreglar los defectos e
imperfecciones de la naturaleza, merece mucho mejor trato de la humanidad, y
nos enseña una ciencia más útil que la que tanto se estima en la actualidad,
que consiste en ampliar y exhibir tales deficiencias (como quien sostenía que
la disección anatómica era el fin último de la medicina). Y aquél cuya buena
suerte y dotes personales le han colocado en una situación ideal para disfrutar
de las frutas frescas de este noble arte, y que puede, como Epicuro, satisfacer
su espíritu con las imágenes de la superficie de las cosas y la película que
las recubre; un hombre así, verdaderamente sabio, disfruta de la crema de la
naturaleza, dejando la leche cortada y las heces para que las arrebañen la
filosofía y la razón. Esta es la cumbre sublime y exquisita de la felicidad, a
saber, el estado permanente de quien se siente gratamente engañado, es decir,
la apacible serenidad de ser un necio rodeado de bellacos.
John había disfrutado de ese pasaje, pero ahora la ironía parecía teñida
con algo un poco más siniestro. Esto era tan cómico como el asesinato de
Cristo; era la broma de un hombre que bromea porque la única alternativa es correr gritando por la casa.
Señor, ¿cuántas horas va a durar esto?
“Vi desollar a una mujer”: sí, y todavía se podía ver eso cada vez que
uno iba a Newgate Hill. Uno podía estar bastante seguro de que aquello
empeoraba su aspecto; y que alteraba a todas las demás personas de Newgate Hill
para peor, aunque es posible que no se dieran cuenta. Se podía ver a un niño siendo
azotado cualquier día en Eton, y los azotes en realidad no eran muy diferentes
del desollamiento.
Henson finalmente regresó; y un poco más tarde, Montgomery. Ambos se daban
grandes ínfulas de diversión y cinismo; pero John se preguntaba si alguno de
ellos había sido culpable, sin que él lo supiera; y sabía que se estaban
preguntando lo mismo de él - y tal vez el uno del otro.
Se dio cuenta de que el misterio y las sospechas se cernerían sobre
esta clase durante años.
Finalmente, llegó el momento de la cena. No habían citado a John a la
oficina del director; Geoffrey no había confesado. John sintió un poco de culpa
por haber dudado de Geoffrey.
El Sr. Murdstone pronunció un breve discurso una vez que todos los
chicos estuvieron en el comedor. Dijo que habían sido obtenidas treinta
confesiones - no las dieciocho que esperaban, notó John. Murdstone añadió que
un chico había huido, pero probablemente pronto sería encontrado. Luego les
dijo a todos, en tono solemne, que no se permitiría volver a hablar sobre este
asunto, dentro o fuera de la escuela, y advirtió a todos que la propia escuela
sería deshonrada si este escándalo pasaba más allá de las paredes.
Luego el Padre Fenwick emitió otro discurso. Dijo que los treinta culpables
estaban verdaderamente arrepentidos y que nadie debía tratar de conocer sus
identidades. “Eso debe seguir siendo un asunto entre los propios niños y
Nuestro Padre en el Cielo”, dijo.
Y todo el mundo lo sabrá en una semana, pensó John. O al menos todo el mundo
va a aparentar saberlo.
Entonces se dio cuenta de que Geoffrey no estaba en el comedor.
Geoffrey era el chico que se había escapado.
Jesús, Jesús, pensó. Justo cuando pensé que todo había terminado. Lo
peor está por venir.
Nunca recordó lo que sirvieron esa noche para cenar. En algún lugar,
ahí fuera, en la oscuridad, Geoffrey estaba vagando, asustado. ¿Dónde podría
ir? No a su casa, sin dudas. ¿Estaba fantaseando en huir con los gitanos,
convertirse en un grumete en un barco hacia América, o simplemente estaba inmerso
en la depresión, caminando y caminando como un caballo con anteojeras? Dios lo
ayude, pensó John, si cae en manos de los salteadores de caminos.
Probablemente los hombres del sheriff recogerían a Geoffrey por la mañana.
Con ese cuello almidonado, sabrían que era de Eton y lo traerían de vuelta
aquí. Y luego, aterrorizado y debilitado después de esa noche de calvario,
Geoffrey confesaría todo.
Expulsión.
John trató de imaginar la mirada en los ojos de su padre cuando
regresara a casa como un sodomita convicto.
Legalmente era un delito para la horca, pero en realidad John nunca
había oído hablar de nadie que hubiera sido ahorcado por ello. Probablemente te
deportaban a América o al Continente. Aún así, de acuerdo con los libros,
podrían colgarte si así lo deseaban.
Geoffrey probablemente estuviera pensando en eso, allá afuera en la
oscuridad. Geoffrey sabía todo sobre la sodomía y sus implicaciones: dijo que
siempre había sabido que él era de esa manera, desde que tenía memoria. John no
estaba seguro sobre sí mismo; a menudo
tenía fantasías con chicas. Si las chicas hubieran estado disponibles - bien,
entonces podría haber tenido otro tipo de problemas. Pero eso era inútil ahora.
Cualquiera que fuese la calamidad que iba a caer sobre él, era porque había
amado a Geoffrey, y no a una chica.
Con una chica no sólo era pecado, sino que también era peligroso, porque ella podría quedar
embarazada. Con un chico era contra natura porque no podía quedar embarazado. Parecía que entonces sólo quedaban las
ovejas; pero no, eso era abominable.
También estaba tu propia mano derecha, pero aquello provocaba ceguera. Creo que
nos están mintiendo sobre algo en todo esto, pensó John.
Maldita sea, ¿dónde estaba Geoffrey, y qué estaba haciendo afuera en la
oscuridad?
A las ocho de la tarde, la noticia llegó a West Hall, donde John estaba
alojado.
Geoffrey Wildeblood había sido encontrado en un estanque, muerto. “Por
caridad debemos suponer que cayó allí por accidente”, dijo el Sr. Drake, que
había traído la historia. “Así al pobre muchacho se le dará cristiana sepultura.
Por el bien de sus afligidos padres, que ninguno de ustedes diga ni una palabra
en contrario. Recuerden, les ruego, que todo lo que sabemos con certeza es que
el pobre muchacho se ahogó; todo lo demás es inferencia. Difundir deducciones
desfavorables es pecado de habladuría, condenado en la Sagrada Escritura”.
John se dio cuenta de que no sentía nada.
Tal vez sólo estoy entumecido por la conmoción, pensó.
O tal vez soy uno de esos monstruos que no tienen sentimientos humanos
normales.
John imaginó a Geoffrey flotando en el estanque, y las náuseas lo invadieron;
pensó por un minuto que devolvería la cena. Pero eso era terror, no dolor
verdadero. ¿Qué me ha sucedido? se preguntó. ¿Ha muerto una parte de mí hoy
junto a Geoffrey?
Todos esos cuellos almidonados de Eton, pensó, y nadie sabe lo que pasa
en las cabezas sobre ellos. Futuros primeros ministros y futuras figuras
destacadas de todo tipo. Todo ese aprendizaje para ocultar las emociones y
convertirse caballeros ingleses. Treinta confesaron; Geoffrey y yo no
confesamos; ¿y los demás? Sólo Dios podía contestar.
Permaneció despierto mucho después de que se apagaran las velas,
todavía sin sentir nada. Tal vez el dolor es de esta manera, pensó; se tarda
unos cuantos días hasta que lo sientes. “Hice
que le dejaran el cerebro, el corazón y el bazo al descubierto; pero percibí
claramente, en cada operación, que a medida que procedíamos, encontrábamos que los
defectos aumentaban en número y volumen...”
Geoffrey era demasiado sensible, básicamente. No podía soportar las
burlas normales y el cruel ingenio de los chicos de Eton; se sentía herido y
deprimido con facilidad. Geoffrey se suicidó porque lo pusieron en una trampa y
se quebró por la tensión.
Todo lo que parece imperfecto aquí en la tierra tiene un modelo
perfecto en la mente de Dios; Geoffrey realmente había creído en eso. Entonces hay
una Eton perfecta en la mente de Dios, pensó John. El sistema funciona a la
perfección allí. Todo el mundo confiesa; nadie miente; nadie salta a un
estanque. Y todos se gradúan y se convierten en perfectos caballeros ingleses.
Y lo mejor de ellos, la crema de la crema, el pluscuamperfecto de lo perfecto,
llega finalmente a una perfecta Cámara de los Lores y ronca perfectamente
mientras que los proyectos de leyes perfectas están siendo perfectamente
debatidos.
Y los verdugos son perfectos allí; cuando desollan a una puta, utilizan
látigos perfectos.
Yo sé por qué Geoffrey suicidó, pensó John. Él no me traicionaría, pero
no podía entrar a la rectoría y mentirle al Padre Fenwick. Tal vez caminó hacia
la puerta de la rectoría muchas veces, pero cada vez que se alejaba para huir cruzaba
el patio de nuevo, probablemente para detenerse a observar el antiguo tablero de
azote del siglo XIV. (¿Guardan ese trasto para mostrar lo mucho que hemos avanzado
desde entonces, o para advertirnos de lo que son capaces de hacer si surge una
rebelión?) Debió caminar de un lado a otro, tratando de juntar coraje. Pero no
podía mirar al sacerdote y mentirle.
Así que se lanzó en el estanque y murió.
Al amanecer, John pensó: nunca lo volveré a ver. Eso es lo que
significa la muerte. Shakespeare lo expresó en cinco palabras: nunca, nunca,
nunca, nunca, nunca.
No había ninguna parte de él que yo no haya besado; no hay ninguna
parte de mí que él no haya besado. Y nunca, nunca, nunca, nunca, nunca volveré
a verlo de nuevo.
John comenzó a sentir algo, por fin. No era pena. Sintió una indignación
feroz que laceraba su corazón.
Será una vida solitaria, pensó, viviendo una mentira. Pero esa es la
condición de la supervivencia en este lugar y en este momento. Y en algún
momento voy a tirarles la mentira en sus rostros.
Algún día. De alguna manera.