Belladona
Por Robert Anton Wilson (relato, fragmento de Right Where You Are Sitting Now, )
Voy
a hacer mi declaración, pero seguramente van a tener muchos problemas para
entenderla. Tal vez he nacido para que me cuelguen, aunque tal vez no. Pueden
decir que las cosas se me apilaron encima. Los Proctoscopios Sionistas, los
platillos voladores y toda esa gente sensual con sus vibradores. Ok, trataré de
mantener el orden de las cosas. Mi nombre es James Tyrone Carpenter, pero
pueden llamarme Jim; todos lo hacen. He sido Sheriff aquí en Mad Dog, en el
gran Estado de Texas, durante diecinueve años. Mi pobre mujer se llama Suzie
Belle. No tuvimos niños – el doctor dice que es ella la que no puede. Somos lo
que la gente de aquí llama Demócratas del Perro Amarillo; esto es, votamos por
el mismo partido aunque pongan a un viejo perro amarillo de candidato. Sí,
incluso aunque Jesucristo sea el candidato de los Republicanos ese año. Papá
era granjero, y también lo fue su padre. La gente confía en mí. No, no me
apuren. Estoy llegando al punto a mi manera. Al plato volador lo vi hace quince
años… Maldita sea, el plato volador está conectado al asunto. Si no quieren que
les cuente mi historia con mis propias palabras – Bueno, está bien, decidí
matar a Suzie Belle hace un mes, más o menos. Fue por la gente sensual ¿Qué?
Eso es lo que he tratado de decirles. Si me dejan contarlo a mi manera todo
tendrá sentido, como la tabla de multiplicar. El platillo volador –
No
les enseñan modales en esa pomposa universidad, ¿No? No dejan hablar a la
gente. Pues bien; todo comenzó con los Proctoscopios de los Sabios Sionistas.
Mi papá leyó sobre ellos en una gran revista patriótica publicada por el
reverendo Gerald L.K. Smith. Pero no creo que ustedes hayan oído hablar de los
Proctoscopios o del reverendo Smith. Eso es por el lavado de cerebros que les
hacen en esas universidades. Verán, los Proctoscopios explican cómo fue que
esos judíos se reunieron a complotar para apoderarse del mundo en 1880 en
Rusia.
No,
malditos tontos. No digo que sea tan simple. Cuando me uní a la Sociedad John
Birch, allá en el ’54, dos años antes de ver el platillo volador que – bueno,
no habría visto el platillo si no hubiera leído los Proctoscopios y no me
hubiera unido a la Sociedad Birch - estoy tratando de hacerlo simple. Siento
tanta lástima por esos niños como cualquiera del pueblo.
El
asesinato es un asunto complicado. Y recuerden que soy un hombre de ley.
Fue
Perry English, el presidente de la sucursal Birch local, quien me contó sobre
los Illuminatuses. Tampoco han oído nada sobre ellos, supongo ¿Quiénes son? Son
la banda que controla a los Sionistas, los verdaderos jefes ocultos. Perry cree
que los Nudistas Tibetanos, y que los Sionistas sólo son una fachada. Lo mismo
los comunistas, en tal caso. Podría contarles la verdadera historia de la
música de rock and roll y de la fluorización, y de cómo Adam Weishaupt, el
primer Illuminatus, asesinó a George Washington y tomó su lugar como
presidente, estableciendo el control Illuminatus aquí en América, y un montón
de otras cosas que no leerán en los periódicos que ellos manejan. Y les
sorprenderá saber cómo encajan en el cuadro Liz Taylor y esos dibujitos de Bugs
Bunny.
No
hay necesidad de de usar ese tono de voz. Ya les dije que lamento lo de esos niños.
No soy un maniático, ¿saben?
Bueno,
si se quedan tranquilos y no se sulfuran. Era el 23 de mayo, allá por 1956. Lo
recuerdo porque era el cumpleaños de mi prima Sally Lou, que además cumplía 23.
Ese par de 23 se me quedaron en la cabeza. Esa noche en la Sociedad Birch
pasaron una película anti pornografía que me dejó cachondo e incómodo, ahora
que lo recuerdo. Ahí fue que tuve una discusión con Perry English. Sobre los
Illuminatuses. Le dije que, viendo que eran la fuerza oculta detrás de los
Sionistas, probablemente hubiera otra fuerza oculta detrás de ellos. Es lógico,
¿No? Pero él me dijo que yo estaba borracho y tuvimos un cruce de palabras, y
luego de eso dejé de ir a las reuniones de la Birch.
Verán,
al otro día, 24 de mayo, fue cuando lo vi.
Pues
bien, sé que algunos de ustedes no creerán esto. Todos esos Illuminatuses en la
Fuerza Aérea hicieron realmente un buen trabajo al lavarle el cerebro al
público sobre estas cosas. Pero yo sé lo que vi con mis propios ojos.
Iba
manejando a lo de Roy Holmes. Roy tiene la hacienda más bonita del Condado de
Mad Dog, y no encontrarán una mejor persona que él. Debía verlo por su
muchacho, Roy Jr., que había enfurecido a los vecinos cuando robó la letrina de
Jem Taylor y la colocó en el jardín de la iglesia católica a la que van los
mexicanos. No es que eso le importara mucho a la gente, pero apenas habían
pasado dos o tres semanas desde que robara el Volkswagen de Sid Gardner y lo
pusiera sobre el techo del Ayuntamiento. Querían que le pusiera un freno al
muchacho antes de que cometiese alguna travesura verdaderamente grave.
Así
que iba manejando a lo de Roy para decirle que tenía que hacer algo con el
chico antes de que el torpe jovenzuelo anduviese tonteando por ahí con dinamita
como el muchacho de Pete Riley, que voló en pedazos mientras trataba de
convencer a Polly Smythe de que la falla de San Andrés en verdad se extendía
hasta el oeste de Texas. Ese fue un caso muy triste; el chico sólo quería que
ella huyese junto a él a Cuernavaca.
Y
ahí estaba yo, a quince millas del pueblo en la Ruta 17, en un día claro y
despejado como pocos que haya visto incluso en estas partes, donde la mayoría
de los días son claros y despejados. Al principio no lo vi; lo sentí. Es decir, el auto comenzó a fallar y luego se
detuvo por completo, y me recorrió una sensación realmente extraña, como una
especie de rayo invisible.
Y
allí estaba, a no más de cien metros sobre mí, tan grande como un campo de
béisbol. Era casi todo plateado, pero tenía una especie de brillo naranja
alrededor. Y realmente parecía un plato. Vamos, ríanse. Nadie puede decirme qué
vi y qué no vi.
No,
no había ningún enanito verde mirándome a través de los ojos de buey, ni nada
por el estilo. Pero esa cosa estaba allí y yo sentí su rayo atómico o lo que
fuera que haya sido, y mi auto también lo sintió porque, como dije, el motor se
detuvo.
Bueno,
miré hacia arriba y pensé que mi hora había llegado. Porque inmediatamente hice
la conexión: yo había estado hablando sobre el poder detrás de los
Illuminatuses justo la noche anterior, y ahora ellos estaban allí, echándome un
vistazo para que yo supiera que uno no puede hablar sin que ellos lo sepan. Y
luego habló la Voz:
“Jim
Carpenter” dijo, “ten cuidado”.
Y
salieron disparados como un obús, y esa fue toda la experiencia.
Uno
de los psiquiatras que intentó sonsacarme luego de lo que pasó con Suzie Belle
me dijo que mucha gente ha visto platillos voladores y que personalmente creía
que había algo allá arriba. Pero dijo que yo debía considerar que la última
parte – la Voz – había sido mi propia imaginación dado que estaba sobreexcitado
por la cercanía de esa cosa. Dijo que la voz había sido autohipnosis.
Nunca
escuché nada más estúpido. Mi auto no tuvo nada que ver con eso; estaba
detenido. Y, además, ¿Cómo puede un auto hipnotizar a alguien?
Allí
estaba a mis cuarenta y dos años, todo un contactado platillista de mediana
edad. Además, yo era el único contactado que tenía una idea clara de lo que la
gente de los platillos estaba haciendo – manejando a los Sionistas, los
Illuminatuses y los Lamas tibetanos para ablandarnos y tomar el poder. Yo veía
todo el panorama; pero, claro, no podía decírselo a nadie. Sabía que me
fulminarían en el lugar si decía una palabra.
Al
final ese día no fui hasta lo de Holmes. Volví a casa para emborracharme y
pensar en lo que había pasado. Fue una pena, porque esa misma noche Roy Jr.
robó una bazuca del ejército e hizo un agujero del tamaño de un autobús en la
oficina del director de la secundaria. Odié tener que enviar al muchacho a la
granja estatal.
Bien,
durante los siguientes diez años me convertí en lo que ustedes podrían llamar
un hombre de lectura. Tal cual. George Adamski me visitó una vez y dijo que
nunca había visto tantos libros sobre platillos voladores juntos en un solo
lugar. Claro, no se lo tomó muy bien cuando le dije que los ocupantes de los
platillos que él contactaba eran unos malditos mentirosos y que en realidad
estaban conspirando para esclavizarnos. Pero le habían lavado el cerebro, y no
quiso escucharme.
No,
no volví a ver otros platillos. Sólo esa vez, a manera de advertencia.
Todos
esos años debí haber escrito cartas como a unos mil entusiastas del tema en
todo el país. No obtuve mucha ayuda de su parte. Eran como los birchers: sabían
que algo estaba ocurriendo, pero no sabían realmente de que se trataba. Y
mientras tanto, las cosas iban de mal en peor en todo el mundo, especialmente
aquí en esta tierra del Señor. A veces pensaba que tenía el deber de hablar, de
alertar a la gente. Pero mi madre no crió a un idiota: sé cuándo callarme la
boca.
Mi
decadencia y caída final, como podrían llamarla, fueron esos malditos libros
que mencioné antes. El Hombre Sensual.
La Mujer Sensual. La Pareja Sensual. El Suburbio Sensual.
El
Reverendo Pettigrew se quejó de que Floyd Gummer los tenía en su tienda. Así
que fui y se los confisqué. Floyd era un buen tipo y yo sabía que no iba a
denunciarme a la Unión Estadounidense de las Libertades Civiles ni a ningún
otro de esos revoltosos controlados por los Illuminatuses. Simplemente le conté
sobre la queja y él me dio los libros tan manso como un cordero. Al igual que
yo, él tampoco quería tener en contra al Reverendo. Pueden estar seguros de que
uno aprende más diplomacia en un pueblo pequeño que en las Conferencias por la
Paz de Paris.
Allí
fue donde cometí mi error. Debí echar esos libros al fuego de inmediato. Pero
no. Estaba escrito, supongo. Algunos nacimos para la horca, e incluso aunque
lleves la placa de la ley durante diecinueve años, el destino todavía puede
encontrarte. No digan que un hombre fue bueno o malo, o afortunado o
desgraciado hasta después de enterrarlo.
Hojeé
uno de los libros. Creo que era El Hombre
Sensual. No importa: terminé leyendo los cuatro. Varias veces. Como ya
dije, tal vez nací para ser colgado.
Sabía
que esas cosas pasaban en Francia y en Grecia. Quiero decir, soy un adulto de
cincuenta y cinco años de edad y sé por qué los chicos de la secundaria le
decían ‘El Ovejero’ a Charlie, el hijo de Bob Leffett. Pero esto era diferente.
No se trataba del lerdo de Charlie Leffett; era todo el país. Los Illuminatuses
habían logrado destruir nuestras fibras morales de una manera que nunca había
imaginado. Tal vez fue algo que pusieron en la fluorización, pero esos libros
me abrieron los ojos: ese tal Kinsey no estaba delirando. Realmente estaba ocurriendo
una revolución sexual a gran escala y yo era parte de una generación anterior, y
no podría sumarme.
Tal
vez también fue mi edad. Un hombre de casi sesenta años sabe que no le quedan
tantos años por delante.
Bien,
para ir resumiendo, fui hasta El Paso y compré uno de esos vibradores. Lo
guardé en la oficina por un tiempo y a veces lo sacaba, lo miraba, y
reflexionaba. Pensaba mucho sobre esas cosas. En lo que más pensaba era en esa
que se llamaba a sí misma La Mujer Sensual, usándolo en una bañera llena de
gelatina. Cada vez que me bañaba pensaba en eso.
Suzie
Belle nunca habría accedido a ese tipo de actividades foráneas. Caramba, ni
siquiera podía convencerla de hacerlo con la luz encendida.
Esto
siguió durante meses. Me sentaba en la oficina observando el vibrador y mirando
pasar a las chicas de la secundaria y sus minifaldas. Parecía que cada año se
acortaban más, a pesar de los sermones dominicales del Reverendo Pettigrew.
Allí estaba la hija más chica de Lem Simpson, Sally Ann, que tenía una de esas
minifaldas como de cuero con terminación recta a solo un cuarto de pulgada por
debajo de la Tierra Prometida. Encendía el vibrador en mi mano mientras la veía
pasar. Si en este país tuviéramos una censura adecuada, nada de esto me hubiera
ocurrido. Sólo encendía el aparato y pensaba en ella metida en una bañera llena
de gelatina junto a mí, o recibiendo al Viejo Amigo a la francesa, ya saben.
Hacía vibrar ese aparato como loco cuando pensaba en eso.
Una
vez traté de reeducar a Suzie Belle. Quería que lo hiciéramos en el dormitorio
en vez de hacerlo en el baño, como siempre. Intenté decirle que era más
sofisticado y limpio de esa manera. Y ella sólo dijo “el baño es para la
suciedad. El dormitorio es para dormir”. Seguía con la idea de llenar la bañera
de gelatina, pero ella habría pensado que me había vuelto loco, lo mismo que si
le hubiera contado sobre la Voz del platillo volador.
Ser
un hombre de ley también influyó en todo esto. La gente es bastante pacífica
aquí en Mad Dog, pero he hecho unos cuantos arrestos. A veces se me ocurría que
podía dispararle a cualquiera de ellos mientras estábamos a solas, y que nadie
dudaría de mí si decía que había sido en defensa propia. Eso realmente me
impactó: cuánto más fácil era matar a un hombre que involucrarse en todo ese
asunto de hombres y mujeres sensuales que estaba ocurriendo a lo largo y ancho
del país. Había días en que me sentaba en mi oficina a contemplar el vibrador y
mi pistola y a rumiar.
Traté
de poner la sesera en cosas más saludables. Comencé a hacer una lista de las
personas que con total seguridad para mí eran Illuminatus que trabajaban para
la gente de los platillos. Empecé con Nixon, los Muppets, Jack Warner, Charles
Atlas, Sirhan Sirhan, y llegué hasta los 500 nombres cuando finalmente me di
cuenta de que no podía confiar en nadie.
Más
adelante le mostré la lista a uno de los psicólogos. Él quedó verdaderamente
impresionado, y dijo que cada mente es un tesoro, o algo así. Dijo que yo era
un representante de la otra
contracultura, tan alejada del estilo de vida americano como los hippies o los
yippies. Supongo que tenía razón. Nunca logré involucrarme en los quehaceres de
la gente sensual. No he hecho nada más que encender el vibrador y pensar.
La
gota que rebalsó el vaso, como supongo que dirán, fue cuando un día miré mi balance
bancario. Soy lo que llamarían un tipo frugal; “sin derroche no hay miseria”
solía decir mi papá. Tenía $ 18.000, y comencé a pensar en cuánto tiempo lo
gastaría en un lugar como New York, con todas esas sensuales chicas hippies, y
de cuán sorprendidas estarían al descubrir que un viejo muchacho campesino como
yo supiera todo acerca del trampolín mojado, el plato combinado, la cosquilla
plumosa, el torbellino de terciopelo y, carajo, me pongo cachondo con sólo
mencionar los nombres.
Y
esa fue la semana en la que Nixon salió en televisión desde China, brindando
con el presidente Mao y llamando a Karl Marx “un gran filósofo”, y pude darme
cuenta de que estábamos realmente acabados. Sospeché que en realidad aquél era
Alger Hiss detrás de una máscara de goma de Nixon, pero eso no importa. Porque
si la máscara hubiera caído allí mismo, en directo y por televisión, no hubiera
habido ninguna diferencia, las fibras morales del país están arruinadas. La
gente solo habría dicho “bueno, tal vez la manera en que el Sr. Hiss llegó a la
presidencia fue un tanto extraña, pero por Dios, ahora es nuestro presidente y
tenemos que apoyarlo”. No habría ninguna diferencia si hubiera sido Joe Stalin
o Adolf Hitler en persona para el caso. Los malditos tontos habrían dicho “es
nuestro presidente y tenemos que apoyarlo”. Así está el país desde que el
porro, la heroína y la educación sexual se metieron en las escuelas.
Un
último polvo: eso era todo lo que quería. O un primer polvo. El hombre tendría
que tener derecho al menos a una experiencia sensual en su vida antes que los
Illuminatuses junto a los educadores sexuales y los mutiladores de ganado
lleguen y dicten el toque de queda, cierren los candados, nos metan a todos en
comunas, y comiencen a realizarles abortos a nuestras mujeres.
Claro
que fue una decisión dolorosa, porque luego de tantos años me había encariñado
con Suzie Belle. Pero desde que encendí aquél vibrador y lo sentí ronronear en
la mano supe que esto debía terminar de esta manera. Durante cincuenta y cinco
años de mi vida había creído ser una buena persona, pero debí ceder ante la
verdad. El Diablo estaba dentro de mí. No quería chicas neoyorquinas
ordinarias, quería chicas neoyorquinas de
escuela secundaria en minifaldas, siempre y cuando fueran limpias y no se
drogaran.
La
pobre Suzie Belle debía morir.
Pasé
semanas investigando viejas historias de detectives y libros sobre crímenes
reales antes de encontrar el método perfecto. Nada sofisticado – cuanto más te
complicas, más probable es que lo estropees. Lo mejor es algo que luzca como
una muerte común y corriente. Si empiezas a tontear con historias de ladrones
imaginarios que entraron en la casa, te enredarás en los cabos sueltos. Un
ataque cardíaco era ideal.
Belladona.
La sombra mortal.
Los
síntomas son iguales a los de un ataque cardíaco y el médico pondrá eso en el
certificado de defunción, a menos que algo le despierte sospechas y realice una
autopsia. Bien, eso no me preocupaba. En primer lugar, Doc Hollister era un
viejo haragán, y no querría hacer nada que me complicara la vida, en segundo
lugar. Y, en tercer lugar, yo tenía un truco para poner la idea correcta en su
cabeza y mantenerla allí. Y en cuarto lugar, él realmente era bastante tonto.
Yo
no fantaseaba con cometer el crimen perfecto. De cualquier manera nunca funciona.
El truco es hacer que el accidente sea convincente (o que el ataque cardíaco
luzca real, en mi caso). El crimen perfecto no existe. Una vez que un asesinato
ha sido reconocido como tal, cualquier investigador entrenado va a llegar al
fondo en unas pocas semanas – fuera de las historias de detectives, quiero
decir. Yo buscaba algo de lo que nadie sospechara o investigara.
El
miércoles 23 de mayo – lo recuerdo porque era el decimosexto aniversario de mi
contacto con el platillo volador – puse mi plan en marcha, dejando abierta la
puerta del gallinero antes de ir a mi oficina en el pueblo. Tal cual lo
planeado, veinte minutos después Suzie Belle estaba en la comisaría jadeando y
resollando, quejándose de que las gallinas se habían escapado y que no había
podido atraparlas a todas estando sola. Todo el mundo iba a recordarla jadeando
y sin aliento el día anterior al ataque cardíaco.
Me
costó muchísimo atrapar a esas gallinas, dicho sea de paso.
A
la hora del almuerzo llamé al Doc Hollister y lo cité en EAT GAS. Le decimos
así porque tiene dos letreros, uno al lado del otro, y uno dice EAT (coma) y el otro GAS (gasolina), entonces a primera vista
parece que dijera ‘coma gasolina’.
Le
dije al Doc que quería que el sábado pasara por casa para revisar el corazón de
Suzie Belle debido a que estaba respirando con dificultad últimamente.
Y
eso fue todo. Todo estaba preparado. Fui a casa y eché la belladona en el té de
Suzie. Ella siempre toma una tetera completa a la tarde mientras mira As the World Turns y Dark Shadows en la tele ¿cómo iba yo a
saber que todos esos chicos de la escuela de gramática iban a ir a casa y
compartirían el té?
Además,
deben recordar que ninguno de los libros sobre venenos que leí dice nada sobre
lo que sucede cuando ingieres belladona en dosis subtóxicas. Ninguno de esos
libros decía que los hippies de New York y San Francisco la tomaban para
divertirse. Yo no sabía nada de eso.
Yo
no tenía ni idea de lo que estaba pasando cuando el pequeño Joe Sawyer apareció
corriendo por Main Street gritando que tenía unas cucarachas rojas, blancas, y
azules encima, y que estaban tratando de comérselo.
Comencé
a correr tratando de atrapar al pobre chico, mientras él chillaba que yo era
una cucaracha roja, blanca, y azul, cuando las dos chicas de Bronson, Sally Lou
y Mary Ann, se sentaron de repente en medio de la calle riéndose a carcajadas.
El viejo Roy Witherspoon, que justo venía en su vieja camioneta Ford, tuvo que
dar un volantazo para no atropellarlas y terminó incrustándose en la vidriera
de Acme Clean While-U-Wait.
Pensé
que todo el pueblo se había vuelto loco. No tenía ni idea que yo y mi belladona
éramos los responsables de todo aquello.
Entonces,
el chico de Shea, el pequeño Billy, reunió una multitud a su alrededor hablando
sobre unas brujas que veía pasar zumbando en el aire montadas en sus escobas.
Están escribiendo en el cielo, decía, como solían hacer esos viejos aeroplanos
publicitarios, y comenzó a leer lo que escribían. Eran cosas realmente
interesantes, como “el pepinillo de My Lai que explotó con Spider Man en dieciséis
domingos es un cocodrilo”.
Ahí
fue cuando que Paul Hurst, el chico del medio de Hurst, se dirigía a la vidriera
de la farmacia, hizo el movimiento como de estar abriendo una puerta y atravesó
el cristal. Escuché que tuvieron que ponerle veinte puntos.
Esto
siguió así en todo el pueblo durante la tarde y la noche. El Reverendo
Pettigrew estaba diciéndole a todo el mundo que nuestros chicos habían sido
poseídos por demonios, otra gente decía que debía ser por efecto de la
marihuana, y Doc Hollister explicaba que aquello no era marihuana ni LSD y que
apostaría su reputación a que era estramonio. Cuando dijo eso, súbitamente tuve
una sensación de vacío en las tripas y todo comenzó a cuajar para mí.
Se
me ocurrió que tal vez yo había convertido a todos los niños del pueblo en
drogadictos. Más tarde uno de los psiquiatras me tranquilizó. Dijo que muchos
hippies habían probado la belladona para viajar,
pero que rara vez volvían a probarla. Y probablemente no sea adictiva, dijo con
voz seca y graciosa, porque “usualmente la muerte sobreviene antes de que la
adicción llegue a enraizarse”. También me dijo que alguna gente del viejo mundo
la utilizaba en sus rituales religiosos, y que algunos nunca regresaban de la
iglesia. Así fue como se ganó el nombre de ‘sombra mortal’, me dijo.
El
sol se puso sobre una triste escena ese día en Mad Dog. Todos los hombres del
pueblo estaban trabajando junto a mí, tratando de atrapar a los niños y
llevarlos al campo de baseball para que no continuaran chocándose cosas y
haciéndose daño. Fue un trabajo difícil porque aquellos niños no nos veían ni
nos escuchaban. Ellos veían y escuchaban lo que se les aparecía en las
alucinaciones de la belladona.
Entonces,
justo cuando estaba oscureciendo, un montón de mujeres aparecieron en Main
Street, llevando pedazos de una de las ovejas de Charlie Peter que ellas mismas
habían atrapado y descuartizado. Iban cantando algo que de ningún modo tenía
sentido, como “Halsy mimsy whoopsy Gort, hivey divey jivey Mort”, etc. Parece
que Suzie Belle había reunido a las madres y les había dado un poco de té para
calmarlas.
Era
todo un espectáculo, ya les digo. Todas esas mujeres enloquecidas cantando divey
jivey Mort con los dedos rojos de la sangre de la oveja descuartizada y los
niños aún corriendo alrededor gritando cosas sobre pepinillos azules danzantes
o sobre hombres lobos corriendo por los tejados. Uno casi no podía distinguir a
Mad Dog de Haight Ashbury.
No
puedo estar de acuerdo con ese psiquiatra que me dijo que en cualquier otro
lugar y época, aquella habría sido la experiencia religiosa más importante del
pueblo. (...)
El
lado bueno de todo esto es que nadie murió, a pesar de que seguramente hubieron
muchos cortes, golpes y quebraduras. Mi abogado me dice que estoy siendo
demandado por más de veinte millones de dólares por treinta y ocho querellantes,
además de estar acusado por intento de homicidio y otros seis cargos de los que
el fiscal me acusa, incluyendo el de desatar una guerra química contra el estado
de Texas en violación de los convenios de Ginebra.
No me preocupa hacer esta declaración para el
Servicio de Salud Pública de los EEUU, y sé que puede ser utilizado en mi contra
en cualquiera o en todos mis juicios. Lo mejor es aclarar bien las cosas cuando
se ponen así de feas. Suzie Belle me pidió el divorcio, y no voy a culparla.
Nadie
puede decirme que no vi ese platillo volador. El mundo es mucho más raro y
siniestro de lo que la mayoría de la gente cree. Pregúntenselo a cualquiera de
las personas que tomaron un poco de aquella belladona y estarán de acuerdo
conmigo. Suzie Belle siguió viendo un oso polar con polera negra que la seguía hasta
dos semanas después del suceso. Bien, yo sé que el oso polar no está allí
realmente, pero ¿cómo puede alguien probar que las cosas que vemos cuando
estamos comiendo, por decir, puré de papas o bebiendo Coca-Cola están allí
realmente? ¿Cómo pueden probarlo realmente?
Desearía
que buscaran mi vibrador y me lo enviaran aquí a la cárcel. Solía calmarme y
alcanzar una verdadera paz interna cuando encendía esa cosa y miraba pasar a
las chicas de la secundaria con sus minifaldas. Me hace sentir un hombre
sensual.
Como
un sofisticado.