“Realidad”
es una palabra del idioma español que resulta ser (a) un sustantivo y (b)
singular. Por lo tanto, pensar en español (y en las lenguas indoeuropeas
cognadas) nos programa subliminalmente a conceptualizar la “realidad” como una entidad
de una-sola-pieza, algo así como un enorme rascacielos de Nueva York, en el que
cada parte sólo es otra “habitación” dentro del mismo edificio. Este programa
lingüístico es tan generalizado que la mayoría de la gente no puede “pensar”
por fuera del mismo, y cuando uno trata de ofrecer una perspectiva diferente, imaginan
que uno dice tonterías.
La
noción de que la “realidad” es un sustantivo, una cosa sólida como un ladrillo
o un bate de béisbol, deriva del hecho evolutivo que nuestro sistema nervioso
normalmente organiza el baile de la energía en tales “cosas” de una-sola-pieza,
probablemente como señal instantánea de bio-supervivencia. Esas “cosas”, sin
embargo, se disuelven nuevamente en energía danzante —procesos, o verbos — cuando el sistema nervioso es
sinergizado por ciertas drogas, o es trasmutado mediante ejercicios de yoga o
chamánicos, o es ayudado por instrumentos científicos. Tanto en el misticismo
como en la física, hay un acuerdo general en que las “cosas” son construidas
por nuestro sistema nervioso y que las “realidades” (plural) pueden describirse
mejor como sistemas o paquetes de funciones de la energía.
Eso
para la “realidad” como sustantivo. La noción de que la “realidad” es singular,
como un frasco sellado herméticamente, no cuadra con los hallazgos científicos que,
en este siglo, sugieren que la “realidad” puede considerarse mejor como algo
fluctuante y serpenteante como un río, o interactiva, como una danza, o
evolutiva, como la vida misma.
La
mayoría de los filósofos sabe, al menos desde alrededor de 500 A.C., que el
mundo percibido por nuestros sentidos no es “el mundo real” sino una
construcción que nosotros creamos — nuestra obra de arte privada. La ciencia
moderna comenzó con la demostración de Galileo de que el color no está “en”
objetos sino “en” la interacción de nuestros sentidos con los objetos. A pesar
de este conocimiento filosófico y científico de la relatividad neurológica, que
ha sido más claramente demostrado con cada gran avance de la instrumentación, debido
al idioma, todavía creemos que detrás del universo fluctuante, serpenteante,
interactivo, y evolutivo creado por la percepción, hay una sola “realidad” sólida,
monolítica, perfilada tan dura y nítidamente como una barra de hierro.
La
física cuántica ha socavado esa barra de hierro platónica de la “realidad”,
mostrando que tiene más sentido científico hablar sólo de las interacciones que
experimentamos realmente (nuestras operaciones en el laboratorio); y la psicología
de la percepción ha socavado la “realidad” platónica exponiendo que asumir su
existencia conduce a contradicciones insalvables al momento de explicar cómo
hacemos realmente para percibir que un hipopótamo no es una orquesta sinfónica.
Las
únicas “realidades” (plural) que experimentamos realmente y de las que podemos
hablar significativamente, son las realidades percibidas, las realidades experimentadas,
las realidades existenciales — realidades que nos involucran como editores — y todas
son relativas al observador, fluctuantes, evolutivas, susceptibles a
ampliaciones y enriquecimientos, pasando de baja resolución a alta fidelidad, y
no encajan juntas como las piezas de un rompecabezas en una única Realidad con
R mayúscula. Más bien, se iluminan entre sí por contraste, como las pinturas de
un gran museo, o los diferentes estilos sinfónicos de Haydn, Mozart, Beethoven
y Mahler.
Alan
Watts tal vez lo expresó mejor que nadie: “el universo es una gigantesca mancha
de tinta Rorshach”. La ciencia le encuentra un significado en el siglo XVIII,
otro en el siglo XIX, y otro más en el XX; cada artista descubre significados
únicos en otros niveles de abstracción; y cada hombre y mujer encuentra
diferentes significados a diferentes horas del día, dependiendo de los entornos
internos y externos.